17.01.2013
Recuerdo una cena con mis amigos, semanas antes de empezar a trabajar, discutiendo en qué gastaríamos nuestro primer sueldo. Yo ya lo tenía claro: quería adoptar un gato.
Mi novio no estaba muy convencido, pero cuando vio fotos de Jaura, una carey espectacular a la que GATA había rescatado de la perrera, no quiso ninguna otra. Así comenzó esta pequeña aventura.
Como primerizos que somos, nos leímos los manuales de adopción de cabo a rabo, pero lo que no sabíamos es que Jaura nos sorprendería. Nada más salir del transportín, caminó por toda la casa observándolo todo sin miedo: ése es un rasgo de su carácter, siempre tiene que verlo todo. No toma partido en la acción, pero siempre está en un rincón, observando todo lo que pasa. Regla número uno: prohibido cerrar puertas.
Regla número dos: si dejas un vaso de agua por ahí, es de Jaura. Antes de que te des cuenta, ya ha metido su patita hasta el fondo, la habrá sacado del vaso chorreando, y estará lamiéndose con placer los restos de agua que queden.
Jaura es independiente: nada de cogerla en brazos, ni de achucharla, ni de tumbarse encima de ti para echarse la siesta. Pero aunque parece muy dura, en realidad es una blandita: cuando volvemos de trabajar nos pide que la acompañemos a comer y los días que estoy saliente de guardia, se acomoda entre mis brazos y me acompaña en la siesta mañanera.
Aún estamos aprendiendo a convivir, pero creo que puedo decir con seguridad que todos somos un poco más felices desde que llegó a casa.
Tener un gato es una experiencia que recomendamos sin dudar: llena un hueco en tu vida que jamás pensaste que existía.